La idea

Carlos Marchant P. • 7/17/2016
Había llegado a la ciudad con la intención de hacer algo diferente, con la idea de que, de alguna forma, habría de hacer algo distinto, algo notable, algo que se pudiera recordar. Quería inmortalizar su nombre en los registros de la historia, así como buscando aquel punto específico en el que el ser humano deja de ser un ser efímero y pasa a ser recordado, eterno. Su emoción era innegable, y durante meses intentó cumplir sus sueños con renovados intentos, ideas, iniciativas, las cuales, a pesar de fracasar continuamente, no le quitaban el ánimo de seguir intentándolo “Sólo habré fallado el día que deje de intentarlo” solía repetirse.
Al igual que con todos los seres humanos, el tiempo no hizo excepciones con él; así, la lozanía de sus dieciocho años se fue convirtiendo lentamente en la plenitud de sus veinticinco, el asentamiento de los treinta y ya a los treintaiocho había logrado tener muchos logros materiales y sociales, pero aún se sentía vacío ¿Qué había sido de aquél chico que estaba determinado a cambiar el mundo? Comenzó a hacer un racconto de su vida, intentando comprender en qué lugar sus ideales se habían cambiado por estabilidad ¿Había sido después de graduarse? ¿Al buscar hogar? ¿Al comprarse un automóvil? ¿O quizá cuando todo su círculo cercano se casó y tuvo hijos? No lo sabía, sólo tenía en cuenta que las hojas del calendario seguían su avance con ese tiempo tan oxímoron: Con una lentitud rápida.
De un momento a otro, un nudo se instaló en su garganta, y las palpitaciones de su corazón se acrecentaron de forma súbita al darse cuenta de una terrible realidad: llevaba cumplida más de la mitad de su vida y aún no había hecho nada; una vez que se acabase su tiempo nadie lo recordaría, su nombre no pasaría a la historia, puesto que no había sido capaz de intentar inscribirlo en ella siquiera. Debía hacer algo, debía ser pronto, pero ¿Qué? Si había gastado todo su don de creatividad en un montón de ideas inútiles que tenía en un archivo digital en su pieza, ninguna había creado nada bueno para la historia, era un montón de basura. Esto lo dejaba aún con el problema en sus manos ¿Cómo hacerse famoso? ¿Cómo lograr que su nombre no fuese olvidado? Y entonces llegó la obsesión del “pronto”, de alguna manera, creía que no tenía mucho tiempo para hacer estas cosas. Un murmullo distante, entre el susurro del televisor encendido hizo que se accionara en su cabeza la idea. Había una forma, sólo una, de poder hacerse famoso y de que su nombre trascendiese. La idea era espectacular, y la fecha propicia: año nuevo.
Dos semanas se demoró en encontrar la perfecta locación, así como elegir los puntos más concurridos y clave de su plan. Otras dos semanas tomó comprar todos los materiales, reciclar parte de sus antiguos inventos y armar el escenario. Eligió un cuarto a una distancia prudente del lugar seleccionado y lo rentó por los días que venían, todo era accionado a control remoto, por lo tanto, la señal desde donde estaba era perfecta.
Quizá, si los tiempos modernos fueran más tranquilos o si el lugar elegido no hubiera sido tan famoso, el plan de nuestro amigo habría tenido éxito. Tal vez, pensarán algunos, tanta planificación nunca puede resultar en algo bueno. No lo sé. Lo concreto es que el 31 de diciembre de ese año, a eso de las 23 horas, un operativo secreto de la policía irrumpió silenciosamente en el lugar donde se había alojado un hombre sospechoso y, debido a la recientemente aprobada ley Antiterrorismo, dispararon a matar al individuo segundos antes de que accionara los dispositivos electrónicos que estaban ubicados en los puntos estratégicos del mirador más grande del puerto.
Si la fortuna hubiese acompañado al hombre, o si los agentes hubieran llegado sólo 10 segundos más tarde, él habría activado las maquinarias y las personas en el mirador habrían experimentado un campo visual aumentado gracias a una barrera elecromagnética amplificadora del sentido de la vista, una especie de telescopio magnético multiusuario, un invento que habría revolucionado la óptica y los miradores en todo el mundo, fruto de más de 20 años de experimentos fallidos. Sin embargo, no es así como funcionan las cosas y, al otro día, cuando el grupo antiterrorista sacó las maquinarias del lugar, no intentaron analizar qué es lo que hacían éstas, habían sido clasificadas por algún superior jerárquico como “material peligroso”. Los agentes acordaron no decir una palabra, la operación era un secreto de estado, esas pobres personas no debían jamás saber lo que decía la inteligencia del país: estuvieron a punto de morir por un ataque explosivo terrorista.
Las máquinas fueron desechadas e incineradas junto con su autor en una bolsa gigantesca con las letras “N.N.” a las 17 h del día 1 de enero. La ley antiterrorista cobraba así su primera víctima anónima.